
Por: Pablo Ochoa (Muro)
Se murió Mujica. Y no es solo que se haya muerto un expresidente, ni siquiera que se haya muerto un símbolo. Se murió alguien que, sin conocerlo, sentíamos de los nuestros. Un viejo terco, decente, que hablaba como si aún quedara esperanza. De esos que ya no se fabrican. De esos que incomodan, no por lo que gritan, sino por lo que encarnan.
Con él se nos fue una forma de hacer la revolución sin escupirle la cara al pueblo.
Porque Mujica no fue el comandante de un ejército ni el líder de masas enardecidas. Fue algo más raro, más puro y más escaso: fue un hombre bueno con ideas claras. Y eso, en estos tiempos, es más revolucionario que tomar el palacio.
Murió sin custodios, sin bancos que lo llamen “doctor”, sin títulos colgando del cuello como medallas. Murió con la misma ropa con la que se paró en la ONU a decir, con voz calma y sin alzar el puño, que este sistema nos devora, que si todos viviéramos como el norteamericano medio, necesitaríamos tres planetas, y que el hombre no nació para ser esclavo del mercado. Lo dijo con mate en mano y sin pedir permiso. Lo dijo como se dicen las verdades, despacito, para que duelan.
Vivió en una chacra con olor a tierra mojada, y desde ahí pensaba el mundo. Tenía barro en los pies y lucidez en la cabeza. Y a diferencia de tantos que se dicen de izquierda, Mujica no necesitó odiar al otro para amar al pueblo.
Por eso jodía tanto. Porque no encajaba. Porque no se dejaba usar. Porque no hablaba para agradar a los opinadores de turno, ni para tranquilizar a los inversores disfrazados de ciudadanos. Hablaba para decir verdades. De las que queman. De las que incomodan.
Y ahora que se fue, vendrán los que nunca lo escucharon a decir que fue sabio. Los que nunca sembraron una idea a decir que fue campesino. Los que nunca resistieron nada a decir que fue guerrillero. Los que nunca entendieron nada a decir que fue presidente.
Pero nosotros sabemos. Mujica fue ese viejo terco que cuando todos se vendían, se quedaba. Cuando todos se callaban, hablaba. Cuando todos traicionaban, resistía. No porque le gustara perder, sino porque no le daba la gana traicionar.
Era de los que entienden que la revolución empieza por casa. Por no robar, por no mentir, por no venderse. Por vivir como se piensa. Por pensar con los pies en la tierra. Por andar con las manos limpias aunque las uñas estén negras.
Mujica no fue un político. Fue una herejía. Un error del sistema. Un tipo que sobrevivió a la tortura sin llenarse de odio, que gobernó sin llenarse de soberbia, que se despidió sin llenarse de gloria.
Y por eso lo lloramos con los dientes apretados. Porque se nos fue un revolucionario sin escudo. Un necio sin uniforme. Un viejo sin miedo.
Y porque cada vez que muere uno como él, el mundo se llena de ruido, pero se queda un poco más solo.