
Por: Carlos Castro Riera
El acuerdo o tregua del 15 de octubre del 2025 entre el gobierno nacional y ciertos dirigentes indígenas de Imbabura para poner fin al paro, podía haberse dado con mucha anterioridad, pero no, prevaleció el cálculo político, un cálculo perverso por encima de las consecuencias, pérdidas de vidas, heridos, golpeados y ofendidos en sus derechos y dignidad.
Que la subida del precio del diésel causa un impacto en el costo de la vida es innegable, pero más allá de aquello, está un acumulado de desatención a la población rural, especialmente indígena y campesina, frente a lo cual los triunfos electorales y los ofrecimientos de campaña en nada alteran esa realidad, por más que se pretenda disimular con dádivas aisladas de último momento para amortiguar el descontento y la protesta social.
Si alguna persona, sector social o político, bando o dirigente, cree que ganó está “guerra” en donde las FF. AA y la Policía Nacional se enfrentaron a grupos de la población rural y urbana, está absolutamente equivocado. Esto solo sembró más tragedia, división, resentimiento, heridas, grietas sociales, defraudación y desesperanza, toda una acumulación de dolor y sufrimiento que volverán a aflorar.
Causa desconcierto y tristeza recordar los actos de violencia, represión y enfrentamiento de soldados y policías provenientes de hogares humildes, en contra de la población civil, en su mayoría comuneros indígenas y campesinos, lo que se asocia a pueblos como el de Otavalo y Cotacachi, con sus artesanías y manufacturas textiles y de cuero, pueblos laboriosos y de ninguna manera terroristas.
El paro distrajo la atención, por un momento, de los graves problemas relacionados con las realidades y amenazas de la explotación minera, las corruptelas y negociados, las leyes inconstitucionales, las deficitarias condiciones de salud y educación, el contrabando, la inseguridad jurídica, la agudización del desempleo y el crecimiento de la delincuencia y la violencia de la delincuencia organizada.
La verdad es que, la violencia en el país aumenta sin césar, ahora con explosiones de coches bomba y destrucción de bienes públicos, como los puentes de los ríos Mollepongo y Churute, razón suficiente para evaluar políticas, estrategias y acciones que se han trazado y ejecutado para enfrentar esta realidad donde concurren diferentes factores no siempre considerados en su interrelación y totalidad.
En estas condiciones se avanza hacia la consulta popular para que el pueblo decida, entre otras preguntas, si se está o no de acuerdo que se convoque a una Asamblea Constituyente. Se pretende realizar una Constituyente, que implica construir un “pacto social”, en medio de un país profundamente dividido, ensangrentado y enfrentado, donde lo menos que se ha hecho es evaluar con objetividad el contenido de la actual Constitución con sus aciertos, debilidades y errores, que podrían ser cambiados por las vías de enmiendas y reformas.
El problema del país no es la falta de leyes o de tener una nueva Constitución, sino la corrupción que ha corroído la sociedad y la penetración de la lumpen burguesía o burguesía mafiosa, en el sistema político de la sociedad, el sistema judicial, llegando a contaminar a elementos de las FF. AA, la Policía Nacional y más cuerpos de seguridad. Como nunca el país dispone de una cantidad de leyes penales para enfrentar la delincuencia, pero esta no disminuye, ya que sus raíces son más profundas.
Una Constituyente no subsana el desempleo, la pobreza, las deficiencias en los servicios de salud y educación, la bancarrota fiscal, la grave crisis económica y la profunda inseguridad y violencia, y, por el contrario, si triunfa la tesis de la instalación de una Asamblea Constituyente, el país vivirá un año y medio de incertidumbre en todos los ámbitos de la vida social.