
Por: Fernando Cortés
Hay una escena que se repite en cada paro nacional: las comunidades indígenas que ayer llenaban las postales turísticas con sus trajes y danzas, hoy están en discursos como “amenaza al orden público”. Nelson Reascos, profesor mío en la universidad, lo decía con claridad: “los indígenas son sujetos de comparsa: mientras estén disfrazados de diablos huma y mientras tengan platos típicos y bailen son aceptables, pero cuando son sujetos políticos que reclaman y protestan ahí, en cambio, son criminalizados; ese es el racismo”.
Este tránsito —del aplauso folclórico a la criminalización— no es accidente. Es una gramática histórica de poder. Bolívar Echeverría pensaba la cultura no como ornamento, sino como el modo en que una sociedad reproduce su vida. El sistema dominante administra permisos: autoriza ciertos signos (ferias, música, gastronomía) mientras no desborden hacia la disputa política real: presupuesto, reglas del mercado, etc. La diferencia funciona como espectáculo tolerado; la otredad política —la que interrumpe para exigir— se vuelve intolerable. Cuando se cruza ese perímetro el dispositivo racial se activa: el indígena se reescribe como vándalo, terrorista.
Enrique Dussel nos recuerda que la modernidad se fundó ocultando a los pueblos originarios bajo la etiqueta de “barbarie”. Ese encubrimiento no es pasado: se reactiva cada vez que una protesta es traducida interesadamente. Demandas políticas devienen en “desorden”, bloqueos se vuelven “chantaje”. Se borra la racionalidad propia de los pueblos —sus diagnósticos sobre extractivismo, empleo, violencia— y se la reemplaza por clichés por manipulación o ignorancia. La pregunta es: ¿quién define qué es violencia y qué vidas interrumpen la “normalidad”?
Simón Espinosa examina cómo el mestizaje ecuatoriano funciona como narrativa integradora que, en la práctica, opera como blanqueamiento simbólico. Celebramos la diversidad en señas —platos, artesanías— pero esas mismas diferencias pierden potencia política. La ambivalencia es clave: el indígena es deseable cuando representa en el museo; es indeseable cuando se representa políticamente. El paso del desfile a la plaza política desordena jerarquías cifradas en ese mestizaje.
Durante los paros, tres operaciones se intensifican: estigmatización preventiva (instalar el marco del “caos” antes de escuchar demandas), individualización punitiva (buscar lideres para judicializar lo político) y descontextualización mediática (recortar imágenes de confrontación a conveniencia).
Cabe señalar que en el paro confluyen múltiples actores sociales, no precisamente por el subsidio (ese es el detonante), sino porque en su vivir encuentran falta de dignidad (no hay empleo, medicinas, etc). Ahora me refiero netamente al movimiento indígena porque el motivo de este texto es analizar las implicaciones políticas del racismo y por la centralidad del movimiento en el paro.
Es fundamental una institucionalidad de escucha con mecanismos efectivos de diálogo; consciencia ciudadana sobre la historia de la protesta como derecho; y políticos que sepan tender puentes en vez de reproducir discursos de odio. Mantener a los pueblos originarios como comparsa garantiza una democracia de museo. Reconocerlos como sujetos políticos —con voz, agenda y derechos— es condición para una democracia viva.