Después de la rebelión de octubre, el movimiento indígena y los sectores populares lograron abrir una brecha en la polarización progresista, aquella que quería enmarcar el devenir político de la sociedad dentro del marco de disputa exclusivo entre dos fuerzas: el progresismo correísta y el neoliberalismo de la derecha de este país. El levantamiento no solo logró detener momentáneamente el decreto 883, sino que sobretodo –y quizá el logro político más importante– pudo posicionar ante la sociedad la posibilidad de otras salidas al neoliberalismo de Moreno, que no pasan únicamente por la reconfiguración de algún gobierno progresista o populista. Cuestión que se extendió hasta las elecciones, donde el movimiento indígena, pese a todas las dificultades internas y las presiones y cortapisas externas, pudo alcanzar un buena votación y posicionarse como segunda fuerza dentro de la Asamblea. El movimiento indígena y los sectores populares autónomos lograron romper el miedo.
El filósofo español Amador Fernández Savater (2018) decía en uno de sus textos –retomando las ideas de Naomi Klein respecto de la “doctrina del shock”– que el neoliberalismo no “sufre” las crisis, sino que más bien las usa para remodelar las sociedades. Los shocks neoliberales golpean brutalmente a las poblaciones, quiebran la solidaridad social, instauran el miedo, la desconfianza y la resignación, que a su vez allanan el camino para todo tipo de reformas que no hacen sino profundizar y generalizar la lógica de la ganancia a costa del trabajo de los seres humanos de a pie y de la naturaleza. Instauran un miedo y desconfianza y, digamos, una “sed de salvación”, que obviamente es real dada las condiciones brutales de infra vivencia provocada por las políticas neoliberales.
Alguna vez Raquel Gutiérrez sugería pensar las crisis del feriado bancario del 99 como una forma de “moverle el piso” a una sociedad movilizada. En efecto, las sucesivas aplicaciones del ajuste estructural neoliberal en los 90s fueron formas directas e indirectas de golpear a la población en general, pero al mismo tiempo, una forma subterránea de fisurar las bases materiales de las organizaciones que se rebelaban contra el ajuste. Recordemos, por poner un ejemplo, que frente al crecimiento del movimiento indígena luego del primer levantamiento de 1990, vino una arremetida total desde los poderes neoliberales nacional e internacionales, que incluían entre otras cosas: el cierre de la reforma agraria impuesto mediante la Ley de Desarrollo Agrario; una política diferenciadora de la lucha indígena para romper la solidaridad campo-ciudad, clase-etnia, campesinos-indígenas, sectores populares-movimiento indígena, cuestiones que implicaron un viraje crucial en el movimiento indígena y sus horizontes políticos. Quizá el punto más alto de la arremetida neoliberal fue en verdad la crisis bancaria de 99, que golpeó, como bien es sabido, las condiciones de existencia de millones de personas, incluidas las bases de las organizaciones que se enfrentaban al neoliberalismo. A partir de allí, la fuerza impugnadora del anti neoliberalismo entró en una fase de reflujo, que se recuperó en las movilizaciones de 2006 contra el TLC, a las puertas de la emergencia del progresismo.
Sea como haya sido, por un lado, la aplicación del neoliberalismo y toda la crisis política, económica y social que provocó, y por otro, la continua rebelión de la sociedad anti neoliberal–pese a los golpes del ajuste estructural–, con levantamientos y movilizaciones que vetaron y en momentos contuvieron el desastre que hubieran significado la aplicación total del neoliberalismo en el Ecuador, pusieron a la sociedad ecuatoriana en un momento de “vacancia ideológica” (Tapia, 2002; Zavaleta, 2013) en la coyuntura 2006-2007. Es decir, a un momento en que las certezas y sentidos sociales que pretendía imponer el neoliberalismo se fisuraron, por la verificación en carne propia de la precarización de las condiciones de vida que la crisis económica imponía, que mostraba lo insoportable que podía ser esa política; y al mismo tiempo por la impugnación de las fuerzas anti neoliberales –con el movimiento indígena en el centro y a la cabeza – que, pese a todo –me refiero a las “movidas de piso” desde el poder– lograron, sino detener la totalidad neoliberal, si ponerla en cuestión, fisurar su sentido común. Pero también, la aplicación de las políticas de ajuste pasaron factura en la vida real de la gente, sobre todo a partir del feriado bancario, con millones de personas migrando a Europa, sin ahorros y sin empleo, que llevaron a la sociedad en su conjunto a la necesidad de una “salvación” de las garras de la derecha neoliberal y oligárquica. Por ello, la coyuntura de 2006 – 2007 puede ser considerado un momento constitutivo que se abrió a las posibilidades de superación de 25 años de violencia neoliberal. Es en ese contexto, que emerge el progresismo correísta como fuerza “salvadora” con un proyecto que ofrece sacar al país del desastre. Pero no fue el único.
La coyuntura de 2006-2008 enfrentó dos proyectos de sociedad como salidas posibles del neoliberalismo. Por un lado, el proyecto de la Revolución Ciudadana en donde, como característica central, el Estado se vuelve el centro absoluto de la política y lo político, de lo económico y de lo legítimo, y en el extremo la misma figura presidencial del presidente. Y por otro lado, el proyecto plurinacional, recogiendo el acumulado de luchas históricas del movimiento indígena y los sectores populares organizados que enfrentaron el proyecto neoliberal. La característica y a la vez la diferencia fundamental con el progresismo, fue el papel del Estado y las fuerzas sociales organizadas. En el proyecto plurinacional, el Estado –a diferencia del neoliberalismo– se colocó como una necesidad para controlar mínimamente las fuerzas del mercado y sus agentes, pero al mismo tiempo, posicionó la necesidad fundamental de la movilización de los poderes sociales organizados como contra parte y complemento del Estado –que sería la diferencia con el progresismo–. Las fuerzas del progresismo no solamente se enfrentaron al neoliberalismo sino que también lo hicieron con el proyecto plurinacional. Pero para ello tuvieron que armar un marco de comprensión de la realidad en donde colocaron a la derecha neoliberal como el enemigo a derrotar y a ellos como los únicos en capacidad de hacerlo, dejando por fuera al resto de las izquierdas, o colocándolas junto a la derecha (la ya conocida frase “hacen el juego a la derecha”). Para esto, y en rasgos generales, usaron el miedo al neoliberalismo, la necesidad de salvación que la sociedad tenía, para colocarse poco a poco en el punto cero de las izquierdas y considerarse como los legítimos salvadores de la sociedad.
Fernández Savater dice también que las crisis neoliberales entrañan una “técnica de gobernabilidad”: la necesidad de salir de la crisis a como de lugar justifica cualquier medida, silencia los disensos y refuerza los autoritarismos. Técnica que implica la emergencia de un poder de salvación que promete seguridad y sacar de la catástrofe a la sociedad, pero a cambio de la sumisión política o de la “muerte política”. Obviamente, él esta pensando en la Europa neoliberal, y las salidas fascistas a la crisis neoliberal que emergieron o emergen después de 2008. Pero, esa idea hace eco con lo que ha sucedido en el país, o al menos, en parte tiene cierto sentido, pues esa necesidad social –totalmente legítima y real– se junta con una cultura política hacendataria y caudillista que cruza los diferentes estratos sociales (no en vano Velasco Ibarra, no en vano algunos suelen pedir mano dura, y cosas de ese tipo).
El progresismo –o si se quiere una parte significativa de él– aprovechó la necesidad de salvación y la vacancia ideológica para imponerse como la única fuerza de izquierda que podía llevar adelante un cambio de dirección en el Estado y la sociedad. Quizá se puede pensar entonces en una suerte de cadena: crisis bancaria, shock a la sociedad, miedo y necesidad de salvación, emergencia del progresismo en su dimensión autoritaria y estado-céntrica, que a la larga configuraría una política del miedo, un populismo del desastre. Esto es, el progresismo populista, construye y reproduce discursivamente una memoria del desastre neoliberal –memoria legítima y necesaria por demás–, pero para su beneficio, para sostener un marco de lectura de la realidad política en la que ellos se colocan en el punto cero, y que es útil para deslegitimar a las otras fuerzas de izquierda que no comulgan con él. Se posicionan en el punto cero de las izquierdas, por ello son la “posible”, “pragmática”, “real”, “clasista”, “anti imperialista”. Lógica que intenta una y otra vez dejar por fuera a las organizaciones y al resto de izquierdas que la cuestionan, que indican sus falacias y falencias, y que han sido blanco de sus ataques.
En el populismo del desastre, el desamparo total de la sociedad en las garras del neoliberalismo encuentra en el Estado progresista y en el progresismo a un padre salvador a quién hay que hacerle caso si no quiere volver al pasado neoliberal (en donde ha sido colocada tanto la derecha –con total razón– pero también las fuerzas de izquierdas críticas). Pero aquí el peso de la fuerza que empuja a la sociedad en ese camino es del progresismo, insisto, ha sido un uso político de los sufrimientos de la gente, usando medios de comunicación, redes sociales, noticias falsas, etc. para crear miedo y salvadores. Y esto tiene que ver también con la política anti organizativa que ha caracterizado el devenir político del gobierno de Correa y su proyecto. Se podría decir que se construyó una sociedad temerosa y sumisa, y para eso era fundamental callar, o desarticular las voces y acciones de las izquierdas y organizaciones sociales que se atrevían a proponer salidas con participación real, digna y autónoma de las izquierdas.
El miedo-salvación como forma de acción política se ha visto con fuerza en el momento electoral, donde se renovó el marco de lectura de la realidad, donde el candidato y el programa correísta intentó una y otra vez renovar la polarización por medio del temor, y nuevamente, colocando en un mismo saco a la derecha neoliberal y al movimiento indígena –o a parte significativa de él–, y nuevamente colocándose en el punto de cero de la izquierda.
Pero lo curioso es que del lado de la derecha –aunque no es novedad, pues basta recordar como han actuado en momentos de dictadura y gobiernos sumamente represivos como el de Febres Cordero– también se ha tendido a usar el miedo como política, o infundir miedo para colocarse como salvadores. Para esto, como se ha visto, han usado sobre todo la imagen de Venezuela y su situación social para deslegitimar cualquier opción de la izquierda, sea progresista o sea no progresista, todas bajo el fantasma del comunismo. Además ha levantado una propaganda de miedo sobre lo que ocurrió en octubre, esto es, caracterizarlo como un suceso violento que puso en peligro a las personas y las instituciones del Estado. La derecha ha usado y usa el miedo al comunismo para posicionarse también como los salvadores de la sociedad, colocando a las izquierdas progresistas y no progresistas dentro del mismo saco, sobre todo en octubre y en algunos momentos del proceso electoral.
En ese marco de miedos inducidos el uno alimenta lo otro, sin posibilidad de otros caminos. Es la polarización que tiende a tragarse todo dentro de él, negando la posibilidad de otros caminos de salida del neoliberalismo, cuestión que emergió con fuerza en el momento electoral. Éste puso a reflote el temor de ciertos grupos políticos ubicados tanto en la izquierda como en la derecha respecto de la fuerza del movimiento indígena que iba adquiriendo pese a todo. Por ello, pusieron en acción diversos mecanismos de división e intromisión de las organizaciones indígenas, exacerbando sus conflictos internos. (Lo lamentable es que esa política divisionista –fundamentalmente proveniente del correísmo– ha tenido ecos en algunos sectores del movimiento, llevando a confrontaciones viscerales que han puesto en juego el futuro de la organización y el proyecto político). Lo propio desde la derecha, aunque menos visible, pero no por ello menos contundente, como la continua aseveración de que octubre fue un hecho violento que puso en peligro a las ciudades y sus pobladores, y en el miedo anti-comunista como propaganda.
La política del miedo logró nuevamente sumergir los otros proyectos de izquierda y transformación de la sociedad que a partir del sostenimiento de la movilización en las calles y carreteras logró sostener una salida alterna a la polarización entre proyectos que se diferencian, pero que también comparten claros y oscuros. Un proyecto (plurinacional) que ha colocado como sujeto de la transformación a la sociedad organizada –los poderes sociales y populares movilizados– a quiénes el Estado debe complementar y apoyar en el horizonte de superar el neoliberalismo y el capitalismo. Lo contrario, sustentar la centralidad absoluta del Estado y en el extremo atacar a las fuerzas de izquierda autónomas por no comulgar con su dirección y práctica política, solo llevan –y están llevando en este momento– al regreso de una derecha neoliberal que encontrará quizá una resistencia de izquierda con mutua desconfianza o debilitada.
Escrito por: Inti Cartuche Vacacela. Kichwa, Saraguro, Sociólogo. Foto portada: telesurtv.net. Abril 12 de 2021.
Referencias
Fernández-Savater, A. (2018). Una disputa antropológica: Crisis y movimientos en España desde 2008. El Apantle. Revista de estudios comunitarios, 3, 89-112.
Tapia, L. (2002). Momentos constitutivos. En La producción del conocimiento local. Historia y política en la obra de René Zavaleta (pp. 293-304). Muela del Diablo.
Zavaleta, R. (2013). Lo nacional-popular en Bolivia. En René Zavaleta Mercado. Ensayos 1975-1984. Obra completa II (1°, pp. 143-384). Plural Ediciones.
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