Por: Raúl Pintos
Artista y docente
Enero 20 de 2020
En un mundo global amenazado por el terrorismo, la guerra y el fanatismo. En un escenario internacional de implacable competencia entre las grandes potencias, nuestro país sufre el azote de la delincuencia, la drogadicción de nuestros jóvenes y la corrupción como fenómenos que ponen en riesgo nuestra propia cohesión de sociedad civilizada.
En medio de este convulsionado mundo contemporáneo, fuertemente socavado en sus valores, en el rol de la familia, en la solidez de sus instituciones tradicionales, cabe preguntarse: ¿No será hora de poner la cultura a la vanguardia de una estrategia para construir convivencia? ¿No será el momento de posicionarla como el último recurso para detener este impasse generalizado que caracteriza nuestra época?
Responder a interrogantes de tales dimensiones solo puede plantear grandes retos. Retos que implican no solo compromisos a largo plazo, sino también responsabilidades que nos envuelven a todos.
El primero y más importante: El reto de pasar de un Estado tradicional cuyo deber ha sido “hacer cultura para obsequiarla a la población”, a uno que asuma el desafío de edificar las condiciones necesarias para que todos los sectores involucrados en la creación y difusión de bienes de carácter simbólico puedan ejercer su derecho a expresarse.
Esto implica ir hacia un Estado que se comprometa en la transformación colectiva de las estructuras que han encumbrado en la cultura a un reducido abanico de actores sociales, limitando el despliegue de otras formas de creatividad social.
Pero para que esa cultura “socialmente incluyente” sea una realidad, es necesario no solo un cambio de discurso sino –sobre todo- un cambio de paradigma. Un cambio de arquetipo que nos lleve a pensar que cuando hablamos del ejercicio de los derechos culturales no se entienda como el derecho a acceder a la “cultura oficial”, a la cultura “de otros”, sino como el derecho que cada grupo social tiene a expresar sus tradiciones materiales e inmateriales y a difundir su memoria oral, visual y escrita.
Hablamos de un estado que ha asumido el compromiso de resolver las asimetrías históricas entre colectivos culturales, creadas por nuestra dinámica cultural como nación, para darle voz a todos.
Sabemos que el desafío es enorme. Pero tenemos derecho a imaginar una ciudad en la que la cultura ciudadana comienza a considerarse, más que un programa de gobierno, una práctica política apoyada desde el Estado con la participación de todos.
Será deber del Estado articular las estrategias para que todos los habitantes permanentes y transitorios de la ciudad puedan ejercer libremente sus derechos culturales en un ambiente de mutuo respeto, sin distingos de raza, género o estrato; lo cual deberá reflejarse en la puesta en marcha de formas democráticas de participación en la cultura de todos, que está en el fondo de imaginar una ciudad para todos.
Cultura:
- Como compromiso social contra la exclusión.
- Para vivir la ciudad como un espacio de recreación, de placer y creatividad.
- Como distintivo de un movimiento de inspiración democrática y sentido social.