La Mamita Tránsito

Por: Ileana Almeida
Filóloga
Septiembre 05 de 2020

Era hermoso verla vivir con la alegría y la sencilla grandeza que guiaba sus actos.

Sentada delante de su casita adonde de vez en cuando llegaban las ráfagas heladas del Cayambe, miraba en lontananza las tierras que ella  consiguió para los comuneros de La Chimba. Había acumulado nostalgias, conservado ilusiones y borrado rencores.

Llegaban a visitarla de todas partes del mundo como en peregrinación. Cuando veía desde su colina que  alguien se acercaba por la carretera, desaparecía por unos instantes en su casita; los que  la conocíamos sabíamos que  iba en busca de su rondín. Desde el pie de la colina la gente la llamaba “Mamita Tránsito, Mamita Tránsito” y ella  respondía tocando alguna melodía característica  de la zona. Los acordes de bienvenida que sonaban agudos en el silencioso escenario del páramo eran la bienvenida que daba a  sus visitantes, que nunca podrán olvidar la experiencia de haber conocido a una persona  en verdad excepcional.

–  ¿Ustedes en qué hablan?, preguntó a unos cineastas vascos que llegaron a filmarla con un impresionante equipo de cámaras y luces.

–  En euskera, mamita, contestaron.

Enseguida, con el talento que tenía para versificar, acotó: “Elé, los euskeras no han sido unos cualesquiera”.

No solo era una narradora inagotable de acontecimientos sorprendentes y de padecimientos humanos verídicos; sus palabras también entrañaban un juicio sobre las injusticias cometidas contra los indígenas; eran las mismas injusticias que se cometieron con ella desde que había sido niña. En su compañía el tiempo pasaba rápido, la gente se embelesaba con sus recuerdos, sus historias, cantos, bailes, lágrimas y risas, aunque ella misma se encargaba de hacer volver a los visitantes a la realidad. “Ahora, decía, vamos a comer, tengo unas papitas que encontré excavando en las sementeras, pero no hay ni leña ni agua”. Los visitantes se apresuraba  a recoger en medio de la paja cualquier cosa que sirviera para quemar, otros llegaban hasta el riachuelo, que no quedaba muy cerca, para llenar  con agua unos rotosos baldecitos de plástico.

La escritora chilena Marta Bulnes fue a visitarla y le dejó algunos ejemplares del libro que  había escrito  sobre  la querida Mama Tránsito. Al cabo de un tiempo regresó y le averiguó dónde guardaba los libros, a lo que ella contestó “Ya ardieron limphu (del todo)”, y justificándose añadió: “Yo no soy escuelera”. En medio de la hilaridad que le produjo la contestación, Marta comentó: “Lástima que no alcancé a poner esto en el libro”.

Pero no solo la gente de las ciudades la visitaba a menudo. Su casa era un “centro de información” para  curar  males del cuerpo y del espíritu. Curaba a otros y se curaba a  sí misma con  emplastos  de  plantas,  tierras húmedas y aguas de  fuente. Los más de noventa años que cumplió le permitieron confirmar saberes ancestrales, propios de una cultura antigua y sabia, que  por desgracia es ahora patrimonio de pocas personas.

“Yo soy comunista”, decía. Y repetía: “Mi alma siempre será comunista”. Había en sus palabras la dimensión política y moral que entrañó la lucha por la tierra, propia de su época y que, en dimensión actual, se prolonga en la lucha por los derechos de las nacionalidades indígenas. Qué conmovedor y lleno de sentido fue ver su féretro cubierto  por la bandera roja  del Partido Comunista y por la wiphala, la bandera de la Conaie.

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