Por: Rosendo Yugcha Changoluisa
Pueblo Kitukara, Comunicador Social
Agosto 28 de 2018
En un escenario caótico donde la macro economía impone las reglas de juego a través del discurso de la competencia desleal, el egoísmo acumulador y el despilfarro y donde la garantía de derechos humanos parece quedar como una simple limosna ¿a quién se le ocurre hablar de interculturalidad?
Entender la interculturalidad como un proyecto político civilizatorio es poner en duda el paradigma del éxito vigente en la actualidad, en el que anular al adversario es lo fundamental, más allá incluso de la ética. Implica romper el paradigma del valor de uso de lo material que está en medio de las relaciones sociales como una traba cotidiana que impide generar condiciones de igualdad, necesarias en un diálogo intercultural. Es abrir la mente superando la autocensura y discriminación.
No es posible hablar de interculturalidad ocultando o negando una hegemonía cultural de la cual seguimos más dependientes que nunca. La segunda independencia todavía es posible. No se puede interculturalizar una sociedad manteniendo relaciones de dominación maquilladas al natural por un sistema de distribución inequitativa de la riqueza auspiciado por la dictadura del libre mercado.
Los sistemas políticos que insisten en perseguir únicamente relaciones mas justas en lo económico, estarán incompletos en tanto no hagan un esfuerzo por promover una re significación del valor que damos a lo material. Mientras sigamos bajo el imperio del disfrute interminable de las cosas persiguiendo una felicidad inalcanzable, los esfuerzos para vivir una dialéctica de la diversidad otorgándole valor a la diferencia serán ejercicios vacíos de interculturalidad.
El sistema neoliberal que domina el pensamiento latinoamericano está respondiendo con posiciones ultra conservadoras y nacionalistas a las crisis de las economías de la región; caso concreto el drama del pueblo venezolano. Sería un error histórico querer construir un proyecto intercultural solamente desde una base política, sin fundamentarla desde lo filosófico con una ruptura del paradigma capitalista que enajena el espíritu humano alejándolo de su esencia natural y ancestral.
Tampoco deberíamos estacionarnos en el discurso étnico de la interculturalidad que con justa razón busca reivindicar el reconocimiento de los pueblos y nacionalidades indígenas, negros y montubios. Quizá podríamos caer más pronto en funcionalizar la insurgencia a través de la comercialización de los saberes y prácticas sin un aparente trasfondo político mayor que la acumulación de capital.
La disputa del poder si bien esta mediada por la dimensión económica, no se resuelve sólo ahí, pues en muchos casos es empujada hacia ese pozo sin fondo por el propio sistema perverso, para anular al adversario. La dimensión política estratégica que puede perennizar las ideologías, procesos y referentes es la simbólica, el contenido, el fondo más que la forma.
Paradójicamente, mientras escribo este artículo miro de reojo una aburrida película hollywoodense en la cual un profesor apela a un paradigma biológico celular para llamar la atención de sus alumnos, expresamente se dice “si todas las células se proponen trabajar en conjunto, todo el sistema se regenera”. El reto no es de un país, una región o un continente, es de la humanidad.