Por: Rosendo Yugcha Changoluisa
Pueblo Kitukara, Comunicador Social
Mayo 05 de 2019
En relación a los resultados del reciente proceso electoral y con el objetivo de aportar desde el barrio y desde la cultura a la reflexión sobre las posibles tendencias que van a configurar el escenario político y los retos de gobernabilidad en la ciudad, comparto las siguientes aproximaciones.
Primero, considero que el análisis político no puede negar su esencia transformadora, por ser eminentemente un ejercicio cultural. Así pues, adoptar una posición frente a la vida requiere un sincero reconocimiento de orígenes e historias personales anclados siempre en un proyecto colectivo que mira desde un lugar y apunta hacia un horizonte específico.
Nosotros, descendientes milenarios que hemos nacido y vivido en barrios periféricos alejados de los centros del desarrollo y la cultura oficial, sentimos que tenemos la virtud de vivir con más intensidad esa identidad diversa sobre la que navega nuestra existencia, sin embargo, en ciertos momentos este inquieto río nos cuesta identificar y sobretodo aceptar. Aquí estamos, esto somos.
Parecería que el flamante alcalde y su sorpresiva elección ha encrespado esas aguas, removiendo la frágil embarcación de una identidad quiteña construida con discursos y simbologías que pretenden pintarla del color del gobierno de turno. El temor a naufragar obliga a cada quien a buscar el sitio más seguro, llámese identidad asumida, para resistir. Sin embargo, este ejercicio válido de salvaguardarse deja al descubierto algunas negaciones.
Resulta que el nuevo alcalde inicia su prolifera carrera empresarial en la industria cultural con el grupo musical Sahiro, que es la continuación de una generación de agrupaciones como Israel (Barrio San Diego), Karabana (Barrio Chaguarquingo) y Rock Star (Barrio Mena Dos) que en los años 70s inauguraron lo que se podría considerar como el «rock de barrio» cuya producción era escuchada (y aún hasta hoy )en discotecas, fiestas familiares, peñas y hornados solidarios, en vivo en los bailes callejeros de fin de año, cuando el jolgorio terminaba en las broncas entre patasucias de la Ferroviaria, La Colmena, San Roque, etc.
Esta dimensión de una identidad quiteña diferente, difusa, compleja; matizada por la cotidianidad barrial y popular, podría estar siendo negada u ocultada por el prestigio de la empresa privada en una ciudad que, si es capaz de olvidar o negar su historia milenaria, también es capaz de obviar, por vergüenza, una certeza histórica más reciente y evidente: la de que en los barrios también se construye la identidad cultural en el medio del caos, el olvido y el abandono oficial. Acaso no sería este rezago ardiente de identidad negada uno de los engranajes que terminó moviendo el pulso inconciente del votante en el momento decisivo.
El mayor afecto a su identidad como empresario privado quizá hará que el alcalde privilegie a este sector en la toma de decisiones de inversión. Tal vez su memoria social le haga volver su mirada a los barrios, pero quizás como lo ha hecho hasta ahora, como consumidores de los contenidos masivos que ofrece desde sus industrias culturales.
La identidad tan invocada en las redes sociales, es tan frágil como versátil en un contexto donde la masificación cultural nos exige pensar y actuar con enfoque intercultural e intergeneracional. Esto es parte de la gobernabilidad en una ciudad cuya diversidad es su mayor oportunidad y amenaza también.